Anacoreta en santuario



El pintor o dibujante debe ser un solitario, para que el
 bienestar del cuerpo no apague el vigor de la mente
Leonardo da Vinci



El cuerpo despojado de artificios es el texto recurrente en su poética; hasta podría parecer el principio y fin de una existencia cuyo sentido más elevado se alcanza en el retiro y el silencio. Sin embargo, se me antoja reconocerme  equivocada; no es la carnalidad que incita a deslizar el pincel, ni el regodeo con las formas  voluptuosas. Sus figuraciones corporales son la excusa para volver una y otra vez - con obsesión acaso – a sumergirse en el albur de un lienzo. 

El hechizo del vacío



 
de la serie Musicos, óleo / lienzo, 55 x 46 cm
 Por:  Lohanis Mesa Nápoles.  

Desde hacía años y como una constante estuvo  signando la obra de Elías Federico Acosta, un tropo que por la reiteración con que aparecía, devino arquetipo y terminó por constituirse en identitario de su quehacer. Comenzó siendo la evolución lógica de otro gestado en la década de los 90, mientras creaba ciertas figuras de aspecto felino que apoyaban un mensaje conceptual.

No fueron pocas las personas que debieron preguntarse la razón por la cual este artista que asombraba por el hermetismo intelectualizado de sus propuestas, se hubiese detenido tanto en un tema de cierta forma trivial como la representación de la música en la pintura, sobre todo por el hecho de que a lo largo del tiempo ha sido en la mayoría de los casos un complemento del principal asunto. Este aparecía la mayoría de las veces acompañando escenas de la vida mundana o banquetes, ya en remotas culturas, como en los frescos de la tumba de Nakht, en Egipto, donde dos músicas amenizaban un convite en unión de una bailarina. Por su parte, los etruscos nos legaron el fresco titulado también “Los músicos”, ubicado en la tumba de los leopardos, en Tarquinia, Italia, hacia el año 470 a.n.e.