Por:
Lohanis Mesa Nápoles.
El beso,
esa expresión sublime del amor, que en nuestros días ha perdido un poco el halo
de sacralidad que lo envolvía en épocas pretéritas y ha sido tema de obras
famosas desde “Dafne y Cloe”, vuelve a ser objeto de representación. Esta vez
bajo la autoría de Elías F. Acosta, quien de repente ha dado un giro en el modo
de abordar la figura humana, luego de haber trabajado la extensa serie “Músicos”,
constatando nuevamente su apego por la
tradición.
Acostumbrados a su modo hermético de plasmar
los mensajes, nos enfrentamos a una serie cuya única razón de ser es la
búsqueda de la autocomplacencia, de una estética hedonista nunca antes vista en
el dossier de este artista.
La atención
deja de focalizar exclusivamente a la mujer. El protagonismo ha sido ocupado
por parejas de amantes en poses que revelan un erotismo suave. Algo que no nos
regalaron “Las gordas”.
La construcción de las figuras sigue siendo
convencional, por la preferencia de un
modelo de líneas estilizadas que reitera continuamente, sin embargo se observa todo un regodeo en el tratamiento
de la volumetría. Ya no son las figuras de aspecto inflado de la serie
anterior, las que parecían haberse erigido en arquetipo del vacío existencial,
sino atletas.
Aunque la expresión facial esté congelada, se
respira una atmósfera de lirismo. La calidad expresiva se traslada al gesto
corporal. Cuerpo que gracias al derroche de músculo pudiera confundirnos y
hacer que veamos algo real. Nada de eso.
Se trata sólo de ensoñaciones cuya inmaterialidad trasluce la del fondo, un
espacio ideal, pleno de resonancias subjetivas.
La ubicación de partes anatómicas
semitransparentes en la composición, representa la huella fantasmal de la
presencia humana en ese sitio, acentuando el dinamismo y la sensualidad de las
obras, que muestran a estos elementos tocando las zonas erógenas, o simplemente
creando sensaciones de movimiento.
Los ojos son el espejo del alma, pero estos
son oblicuos, tienden a ocultarla y ofrecen cierta malicia, en el buen sentido.
Definitivamente, la percepción de estas obras
produce un efecto hipnótico en el espectador ante el virtuosismo técnico. He
aquí esa capacidad mimética, mediante la cuál el artista conforma un escudo,
que le permite mantener la privacidad a ultranza.
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